PARTE PRIMERA (INTRODUCCIÓN)
Para el hombre primitivo, el miedo y el temor era parte fundamental de su existencia. En un mundo sin desarrollar, la constante e inminente amenaza de la muerte venían en forma de tribus rivales, los animales salvajes y los desastres naturales. En su lado positivo esta sensación tenía una muy importante función para auto-protegerse: El miedo y la ansiedad, esas dos emociones tan comunes en el hombre y los animales permitía a nuestros antepasados ser conscientes del peligro y escapar a tiempo de situaciones amenazadoras. Para los humanos, había otro ángulo fundamental para sobrevivir y es que, a diferencia de los animales, podíamos recordar la fuente del peligro y protegernos mejor la siguiente vez. La civilización dependía de esa habilidad para percatarse de posibles amenazas y ponerse a salvo. Debido al miedo, la sociedad desarrolló las religiones y otros sistemas de creencias, la fe. El miedo es por tanto la emoción más antigua, profundamente inscrita en nuestros sistemas nerviosos y subconscientes.
Ya no es necesario escarpar como lo tuvo que hacer nuestros antepasados
Pasó el tiempo y se produjo un curioso fenómeno. Conforme controlábamos mejor nuestro entorno, los peligros a que de antaño nos enfrentábamos iban perdiendo intensidad pero en lugar de que esos miedos fueran progresivamente desapareciendo, estos se fueron incrementando inexplicablemente. Empezamos a preocuparnos por cosas simplemente triviales, la sociedad, la aceptación en la sociedad o si encajábamos en un determinado grupo. Sobre el futuro en general y el de nuestros seres queridos, la salud, nuestra apariencia y el envejecimiento. Esta ansiedad generalizada no respondía a amenazas reales y parecía si como esos siglos padeciendo ansiedades verdaderas ahora era sistemática. Nuestras mentes se auto programaron y empezamos a dirigir nuestros temores a asuntos insignificantes o improbables.
Un momento clave llegó en el Siglo XIX cuando periodistas, escritores y publicistas descubrieron que si enmarcaban sus historias y campañas dentro del factor miedo podían captar nuestra atención. Con la sofisticación en aumento de los medios y la visceral calidad de la transmisión de ideas, dichas fuentes consiguieron que nos sintiéramos frágiles dentro de un mundo lleno de peligros a pesar de vivir en un entorno mayoritariamente más seguro y predecible como nunca vivieron nuestros antepasados. El resultado: Nuestros temores han aumentado.
Sin embargo, el miedo no se desarrolló para eso, el miedo es simplemente un mecanismo humano para estimular una poderosa reacción física ante un determinado peligro y así escapar a tiempo. Cuando la amenaza termina se supone que el miedo desaparece, pero… ¿Hemos pasado de experimentar esta sensación ante una situación real a simplemente poseer una actitud miedosa ante la vida? Exageramos las situaciones más mínimas como nuestra vulnerabilidad. Somos inconscientes de este fenómeno y lo damos como normal. En tiempos de bonanza económica nos quejamos por cualquier trivialidad y durante una crisis, cuando verdaderamente deberíamos tratar de solucionar el problema con la mejor de nuestras habilidades, nos resignamos, retrocedemos y nos escondemos. O… Lo más fácil: Le echamos la culpa a otro.
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Jorge García Larios
Melilla (España)
17 de octubre de 2018
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